10 de marzo de 2008

ALBOROZO


Hoy, el malecón tiene tanto sabor de sangre que hasta las salpicaduras de sal que nos mojan son de color rojo. El sol quema la respiración y los peces, asomados al dique, quedan muertos de no poder saciar la corrosiva sed que les aflige.

Mi amigo Humberto y yo nos hundimos en esa atmósfera de desventura que el silencio de una algarabía oscura no nos había dejado de perseguir desde el alba. Y el ron ya no daba para ninguna celebración del arte. Decían que estaba muerto.

Tan muerto como Empédocles, que se arrojó de cabeza al Etna, o como Crisipo de un ataque de risa, o como Heráclito cubierto por una nube de excrementos, o como Diógenes devorado por unos perros, o como Aristóteles al ahogarse intentando llegar a la isla de Eubea, o como Epicuro comido por las lombrices, o como Pitágoras al no atreverse a cruzar un campo de habas.

Entonces nos subimos al muro, nos zambullimos y caímos al fondo. Pero todo fue inútil, unas sirenas mestizas nos rescataron y con una ternura impropia de ellas nos depositaron en las rocas. Al despedirse, le dijeron a Humberto que nos salvaron porque alguien tenía que seguir pintando lo que no podía verse.

A pesar de la mano manca y el pie cojo, el regreso al taller lo hicimos con gran alborozo, tanto que hasta los habitantes del callejón salieron de la penumbra.

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