3 de julio de 2009

SAM FRANCIS

El californiano Sam Francis (1923-1984) depositó toda su fe, igual que los fovistas, en el color como el origen de una nueva pintura, en la que reinvidicaba su preponderancia en el espacio y su pasión en los motivos y en los efectos.

Creo con él campos, bóvedas, manantiales, para que pudiéramos contemplarlo como una segunda retina y recrearnos en su seno hasta configurar una exacta dimensión con la que empezar a mirar y vivir desde entonces.

Sus atmósferas nos hacen viajar con la calidez y el abrigo que desprenden e irradian estos océanos de luz, permitiendo a su vez a la visión errar por confines plásticos hasta ahora ignorados y que no podrían o deberían ser olvidados.

Su obra nos depara aliento y éxtasis de claridad y también surcos de sueños que rastrean los contornos que difuminan los tintes y las saturaciones e intensidades tan mágicamente percibidas como deseadas, intencionalidad buscada por el artista para que se conserven en nuestra memoria.

Ante nuestra esquina del Malecón el mar es una marisma que se encalla en la huella de una conmemoración que Humberto y yo estamos esperando que tenga lugar. Sin aleluyas ni alharacas, sin doctrinas ni mandamientos, solamente la percepción de ese momento único, insoslayable, en que el color modela el arrebato de sentirse liberado de un oprobio doloroso que señala un interior postrado. La vida es pintarlo, la muerte el no conseguirlo.




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